La pasión por el fútbol, por una divisa, es maravillosa, y es capaz de producir fenómenos como el que protagonizaron los hinchas de River el martes, cuando armaron una recibo formidable para un equipo que salía a intentar remontar un 0-3. Fue un espectáculo de luces, sonidos y colores que los que fueron al Monumental difícilmente olvidarán en su vida.
Esa misma pasión nos hace olvidar asimismo lo que está prohibido, y por qué; el peligro que significa acumular pirotecnia en baños y depósitos de una tribuna, y que sea manipulada por muchedumbre que no está entrenada ni autorizada a hacerlo; de ese festival de bengalas, a River le quedará un rememoración entrañable y una correctivo del Gobierno de la Ciudad que le reduce el extensión para el partido de mañana con Banfield, más una multa de la Conmebol.
Pero otra cosa que no debe velar el humo de las pasiones es todo lo que queda posteriormente de otros 90 minutos en los que el equipo, en la cancha, no consiguió meter un gol.
No puede hacer olvidar que se consumó la previsible asesinato de la Copa Libertadores, el gran objetivo del año, en el primer cruce con un rival brasileño; el primero con un adversario de cierta envergadura copera. Que River había llegado hasta la semifinal por un camino sobrado amable, al punto que lo hizo sin alcanzar un nivel convincente y con una descomposición progresiva de la relación entre sus jugadores y su DT. Al punto que ese DT con el que se convirtieron en el equipo mejor colocado en toda la período de grupos, lo que le permitía concretar todos los cruces de regional, se tuvo que ir.
Y no debe hacer olvidar que traer al gran hacedor del River de América, la presencia portentosa de Marcelo Gallardo, no puede cambiar todo por coexistentes espontánea, ni garantizó que se pudiera en pocas semanas, como en su ciclo precedente, mejorar a sus jugadores y atinar todos los planteos y cambios.
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