La historia del estudiante de Lanús que terminó preso en Hong Kong por tráfico de cocaína
«Perdón por mentirte», escribió Walter Casas (27), desde Hong Kong. El destinatario de esas palabras fue su papá, de 63 años, que vive en Villa Jardín, Lanús. La última vez que había hablado con su familia, el joven dijo que se iba a trabajar a Brasil. No contó que, en realidad, viajaría 18.000 kilómetros con una valija cargada con 2,5 kilos de cocaína.
Walter sabía que era una aventura riesgosa. Y no se equivocó. El plan fracasó y terminó detenido. Está preso desde hace cuatro meses en la cárcel de Lai Chi Kok, una de las ciudades de la región administrativa especial de Hong Kong, que pertenece a China. Su viaje como «mula» comenzó el 9 de marzo.
Era la primera vez que salía del país. Tomó un avión rumbo a San Pablo y, siguiendo las instrucciones que le dio su reclutador, se encontró con una mujer de nacionalidad peruana que le entregó una valija. Walter asegura que no sabía que había droga en su interior, pero que lo sospechaba. Con el equipaje tenía que ir hasta Hong Kong, donde le pagarían 8.000 dólares y le costearían 15 días de estadía. Llegó a destino el 15 de marzo, pero lo detuvieron cuando estaba por salir del aeropuerto.
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Walter asegura que tardó dos años en decidirse a relizar el viaje. Fue en 2016 que el joven se cruzó por primera vez con la persona que le ofreció el negocio. En ese momento, no tenía trabajo y tropezaba con cada materia del Ciclo Básico Común (CBC) de Psicología en la UBA. Lleno de frustraciones, fue visto como una opción por el reclutador. Le hablaron de viajes por el mundo y de ganar plata en dólares
«A comienzos de 2017 había decidido que si no encontraba trabajo lo haría ese año. Como no conseguí nada, lo vi como una posibilidad para dedicarme solo al estudio y ayudar a mi familia», cuenta a Clarín vía carta desde la cárcel de Lai Chi Kok. Allí fue donde conoció al cura australiano John Wotherspoon, que hace más de diez años visita a los presos extranjeros en Hong Kong y conduce la organización «No más mulas».
Cuando intenta explicar cómo llegó a traficar droga, Walter habla sobre la situación económica de su familia: dice su padre cobra una pensión y que su madre está desempleada desde hace dos años, cuando la echaron de una empresa de servicios de limpieza. «Entonces me comuniqué con esta persona y acepté», dice.
El reclutador le dio una serie de instrucciones para viajar a Brasil y encontrarse con una mujer, a la que tenía que darle una contraseña: «El viejo 18». Luego, con el equipaje en su poder, debía continuar rumbo a Hong Kong vía Dubai.
«El viaje fue perfecto, sin ningún problema. Llegué a Hong Kong, pasé migraciones y fui a buscar la maleta. El contacto me dijo que me esperaba en la salida ‘B’ del aeropuerto. Ya casi afuera me pararon unos oficiales de Aduana», relata el estudiante argentino.
Los agentes revisaron la valija. La vaciaron y no encontraron nada. Luego, la llevaron al scanner de rayos X. «La desarmaron y sacaron un paquete. Me preguntaron qué era y les dije que no sabía», afirma. Los policías pincharon el ladrillo blanco, del que salió polvo. Cuando le hicieron el test con reactivos, dio positivo de cocaína.
Los agentes no hablaban inglés y usaron el traductor del celular para comunicarle a Walter que a partir de ese momento estaba detenido por traficar 2,5 kilos de droga. Lo esposaron y lo interrogaron. «Tenía mucho miedo y les dije que la maleta la había encontrado en Manaos (Brasil)», recuerda. La primera noche la pasó en una comisaría, donde le tocó dormir en el piso.
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Al quedar detenido le sacaron el celular, los anteojos y sus audífonos. Walter tiene otoesclerosis, una enfermedad ósea que le provoca disminución auditiva. «El audífono es con cargador y no a pila. Como tiene cable no lo puedo tener. Los anteojos tampoco porque son de vidrio, así que no veo, no puedo leer y no escucho», explica.
Al día siguiente, fue trasladado a la cárcel donde está ahora, en Lai Chi Kok. Como era de esperar, la recepción no fue la más cálida. Primero dejó de llamarse Walter Casas para pasar a ser un número. Luego, le tocó lidiar con los guardiacárceles. «Por no entender lo que me decía un oficial, me empujó y me dio un uniforme de cualquier talle», cuenta, a modo de ejemplo.
En Hong Kong hay cerca de 140 mulas sudamericanas en prisión, la mayoría de Colombia. Es uno de los delitos más frecuentes que suelen publicarse en los medios de la región administrativa china.
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En la prisión se encontró con otro argentino, Andrés, que es su nexo para hablar con los oficiales. Walter se da cuenta ahora que la jugada le salió más cara de lo que pensaba. «La comida es horrible, no hay intimidad para ir al baño y menos para ducharse», dice. Solo puede hablar con sus padres diez minutos a la semana.
La rutina en la prisión comienza a las 6 de la mañana, cuando se encienden las luces. «El oficial del otro lado de la reja grita para que nos levantemos», cuenta. Todos los presos deben doblar las sábanas y las frazadas. «Las camas son como mesas de plástico duro con patas más cortas. Le pongo tres frazadas finitas para sentir menos su dureza pero no sirve. La espalda pasa factura, es como dormir en el suelo», explica.
Los presos tienen que apilar las camas en un rincón. «Dejan el salón libre para que los ‘ayudantes’ barran y pasen el trapo. Los demás nos sentamos hasta las 8, que es el momento en que nos traen una taza de té con leche, dos tostadas y un poco de mermelada y manteca», detalla.
Después sigue un recreo de 20 minutos en el patio para hacer ejercicios obligatorios. Existe la opción de quedarse quieto, encerrado en una jaula. La mayor parte del tiempo los presos están sentados. “Ellos deciden quién se levanta y quién no. Tampoco nos dejan hablar entre nosotros”, asegura.
Dos veces al día los guardias entran al salón e inspeccionan a todos. «Tenemos que pararnos con los brazos pegados al cuerpo y saludar ‘¡Morning Sir!'», cuenta el argentino. Se repiten las quejas a la comida: «Es horrible y las porciones son escasas».
La frialdad de los penitenciarios honkoneses y la barrera idiomática hizo que al principio Walter no le avisara a los guardias que portaba HIV y tenía que tomar medicación. Logró informarlo a través de su compañero argentino. A partir de ese episodio, asegura, los otros reclusos y los agentes comenzaron a discriminarlo. «A la noche cuando me dejan tomar la medicación, siete guardias observan cómo tomo las pastillas. Y una vez tiraron toda el agua del fuentón del que nos servimos porque usé una taza sin lavar», cuenta.
A pesar de las quejas de Walter, Wotherspoon dice que las condiciones carcelarias de Hong Kong están entre las mejores del mundo. «No hay violencia, drogas, hay comida libre, atención médica, ropa, oportunidades para estudiar y salario por trabajar, entre otras cosas», afirma el sacerdote.
El 11 de junio Walter tuvo la primera audiencia del juicio en su contra por tratar de ingresar droga en una valija. La pena máxima prevista para ese delito es perpetua y una multa superior a los 5 millones de dólares. El lunes 16 habrá otra audiencia y ese día se conocería el veredicto. Su esperanza se deposita en un acuerdo bilateral entre la Argentina y Hong Kong por el que podría volver en algunos años y continuar su condena en el país. Hoy lo único que le preocupa es saber cuándo podrá volver a ver a su familia.