Hace unos días fueron los de San Lorenzo, que hasta en número intimidatorio fueron a exigir a los jugadores; este sábado les tocó a los de Independiente: dos docenas de barras los amenazaron, con el plus de mostrar sospechosos bultos y anticipar que la próxima vez no van a susurrar sino a comportarse. En entreambos casos, entraron como Pancho por su casa a los lugares de entrenamiento de sus clubes. Puertas abiertas, zonas liberadas.
Fue un día posteriormente de la supuesta reaparición de un barrabrava arquetípico, Rafa Di Zeo, a quien se atribuyó un audio con advertencias a la ministra Bullrich, luego de una correctivo a dos violentos de Boca que se dispararon desde una tribuna a la otra para ir a pelear con los de Entrenamiento.
Pero estas tragedias seguirán siendo representadas, periódicamente, en muchos casos por los mismos personajes, y a veces por otros nuevos, porque las barras son como ese mítico monstruo, la hidra, a la que le salen dos cabezas más al punto que le cortan una. Encima de que a la corta o a la larga logran impunidad, están en un sistema que los cobija y una civilización que los naturaliza.
Si de “cambios culturales” se está hablando tanto, ¿qué les parece incorporar este? Dejar de considerar natural que una patota de 25 o 50 delincuentes (Algunos, con prontuarios que harían poner colorado a Robledo Puch), a menudo armados, vayan al extensión de trabajo de los futbolistas a matonearlos.
Dejar de permitir que la parte más innoble del hincha que llevamos adentro sienta empatía con esos bandidos porque encarnan su propia indignación contra los que juegan mal o “no ponen disposición”. No identificarse, ni aplaudir, ni hacerles el pernio a los que lucran con la pasión (¿o vos hacés negocios con el aliento a tu equipo?).
Empecemos por ahí, por encargarse que son la peor bazofia de un club y no una ingenuidad a la que hay que adecuarse.
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